Esposos, esperar con aceite en la lámpara
No tenía ninguna actividad más importante que la de estar
esperando a su prometido, a quien apenas conocía. Sus padres habían acordado
este enlace porque se veía muy conveniente desde el punto de vista de la
tradición, la unidad de los pueblos, la continuidad de la familia y el cuido de
los campos. Se decidió que cuando él tuviera preparada la vivienda para ambos
la iría a buscar y se celebraría el matrimonio, pero no se sabía ni el día ni
la hora, así que ella tenía que saber estar preparada.
¡Estar preparada!, es decir: aprender a prepararse. Cosechar
las flores para adornar la casa, tener refresco para el viajero, una sombra
para el calor, un asiento para el andante, agua y comida para el burrito que lo
cargara. Y estar siempre lista para marchar, con lo imprescindible para una
vida conyugal, ojalá incluir esencias y aceites. Preparada para cuidar la
estirpe, a su esposo y los que lleguen. Preparada para sobrevivir a las
inclemencias y alegrarse del buen tiempo. Preparada para acompañar y no ser
obstáculo. Debía saber tener su lámpara con aceite, su túnica limpia. Saber
coser y tejer, cosechar y sembrar.
Cuando María contó su historia a sus nietas y nietos, nadie
de ellos podía comprender que no se enamoraran primero, que vivieran el
noviazgo sin verse, sin conversar y preguntarse mutuamente. Encontraron que era
cruel prometerlos, y todavía casarlos, sin preguntarles si se gustaban siquiera.
Y María, a quien fascinaba explicar esta historia uno por uno, les advertía:
“¿imaginan que no hubiera conseguido amar a su abuelo?, ¿pueden creer que
existiera uno mejor para mí?, ¿piensan que su abuelo estaría mejor cuidado,
habría tenido mejores hijos o nietos?”. Los chicos quedaban atónitos frente a
la respuesta de su dulce abuela y respondían: “no, no podemos imaginarlos de
otra manera y los amamos a ustedes”.
“Bien”, respondía María, “pues más les vale, porque sin su
abuelo y sin mí, ninguno de ustedes existiría”.
La ternura que se apropiaba de ambos era tal que no parecía
posible imaginarlos uno sin el otro, compañeros siempre y en todas. Para los
hijos de sus hijas e hijos, los ancianos de hoy eran una unidad sin necesidad
de adjetivos. Supieron amarse. Se amaron. Y cuando el tiempo dijera basta, se
separarían, pero nunca en verdad sus almas porque en el amor se habían unido
para siempre. Si uno partía antes que el otro el amor seguiría.
María, quien supo guardar grandes secretos en su corazón,
supo que amar era un arte de todos los días, a veces con inspiración, otras con
gran esfuerzo. Nunca le interesó saber si hubiera sido más fácil en otras
circunstancias y no tuvo actividad más importante que la de aguardar,
acompañar, y crecer en ese amor. Vivieron ella y su esposo en una sociedad
primitiva en la que ambos tenían cada uno su rol muy claro, pero el gran
trabajo de todos los días fue hacer de ello un pedazo de eternidad. Quienes les
conocieron no tienen la menor duda que hicieron un gran trabajo.
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